No hay forma sencilla de empezar a escribir. Simplemente, se comienza por donde se puede. Suele suceder que hay poco de eso que llaman inspiración. Falta argumento. Faltan personajes. Lo que sobra es necesidad, urgencia. En ese entrevero, la voluntad se hace un poco floja. No dan ganas, menos que menos con este calor. Pero la urgencia está.
Para escribir (tantas veces me pasó) hay que leer. No sé qué, pero hay que leer “algo”. Piglia, por ejemplo, es un buen estímulo. O Soriano. O Cortázar. Pero ese “algo” tendrá que ver con las propias afectaciones, con “algo” que aguijonee la voracidad de la escritura.
Después, el diálogo. Copiar de Rilke: ¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles?
Y después, responder: “Esa noche volvíamos por la autopista y se me ocurrió pensar que tal vez era demasiado tarde. Lo extraño es que no me refería a nada en particular. La frase salió así, impiadosa y terrible: tal vez es demasiado tarde. Me pregunté tarde para qué. Qué habría olvidado hacer y ya no era posible. Pero no. Sencillamente, era tarde para todo. No es un buen estado de ánimo. Cuando es tarde, el tiempo adquiere otro cariz. Cuando es tarde, ya no importa para qué. Ya los ángeles no escucharán”.
Como ejercicio es bastante básico, pero suele funcionar. No tiene que salir un texto bello. Con que sea un puntapié, alcanza. Luego, sí: hay que hacer la gimnasia. Seguir escribiendo, ver a dónde nos conduce el hilo. Como Ariadna en el laberinto.
miércoles, 26 de diciembre de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario